..la violencia simbólica, violencia amortiguada, insensible, e invisible para sus propias víctimas, que se ejerce esencialmente a través de los caminos puramente simbólicos de la comunicación y del conocimiento o, más exactamente, del desconocimiento, del reconocimiento o, en último término, del sentimiento.
La dominación masculina, Bourdieu
El mantenimiento de las estructuras patriarcales dentro de nuestras relaciones nos plantea desde hace tiempo problemas que deberían incumbir no solo a las feministas, sino a cualquiera que pretenda estar luchando contra toda autoridad.
Todo parece aceptado a nivel de grupos parlamentarios: temas como el aborto o la legalización de la maternidad subrogada, ponen a los nuevos partidos políticos, algunos representantes de parte de los movimientos sociales, ante la antigua tesitura de legislar sobre el cuerpo de la mujer. Siempre el cuerpo de la mujer como colonia estatal, cuestión de Estado y territorio de decisión masculina. Bien sabido es por las anarquistas que el Estado es una empresa monopolista de bienes simbólicos y el tratamiento de la mujer es para el mismo uno de los bienes simbólicos más básicos y originarios.
Pero, a pesar de que eso sea bien sabido y denunciado dentro de las críticas a la política parlamentaria, cabría la necesidad de retrotraerse a un nivel inferior de la física social: al mantenimiento de las relaciones patriarcales en el campo de la política, al habitus masculino inevitablemente presente en las cuestiones políticas y a las categorías de percepción que operan en relación al impuesto binarismo de género. Si ponemos en ello la mirada, podemos analizar no sólo a nuestros ya criticados partidos políticos, sino a nuestro propio movimiento anarquista y el papel que seguimos jugando para vosotros en ellos las mujeres, así como las reacciones misóginas y antifeministas que se están experimentando en la actualidad.
Como sabemos, nuestro movimiento no está exento de una estimación mayor de unos bienes simbólicos sobre otros. Por ejemplo: la valentía, la honra, la “cabeza alta”, el compromiso, la militancia… ¿Por qué digo bienes simbólicos y no valores morales positivos? En esta diferencia encontramos la piedra angular de la cuestión. Como anarquistas, construimos un corpus de valores coherentes con nuestros principios y cuya puesta en práctica con nuestras compañeras, que no con el enemigo, sientan las bases de una sociedad futura. Hasta aquí todo bien. Pero, ¿qué pasa cuando esos valores son reducidos por alguien a la mera esfera pública y estereotipada? ¿qué pasa cuando son usados para simplemente proyectar una imagen interesada de alguien? ¿qué pasa cuando dejamos de considerar en qué situaciones realmente se ponen en práctica y en qué situaciones no? ¿qué pasa cuando esos valores parecen valer más o menos dependiendo, por ejemplo, del género de la persona a quien se los atribuimos?
Pues bien, cuando, lejos de ser modelos de comportamiento, se pasan a considerar los valores positivos como medallas que legitiman a esa persona a tener cierta posición respecto al resto, pasamos a hablar de bienes simbólicos que sustentan un tipo de poder. Bienes simbólicos que dan prestigio, y que se siguen atribuyendo al rol masculino: porque ante una situación de conflicto lo que hacen bien es magnificado y lo que nosotras hacemos bien es obviado; porque sus “errores” siempre son rebajados y perdonados, mientras que los nuestros son condenados; porque siempre hay una explicación para sus hechos pero no para los nuestros. Hablamos, así, largo y tendido de la necesidad de defendernos y de nuestras respuesta ante las opresiones pero obviamos que cuando se encierra a alguien en una jaula, sea humano o no humano, reacciona (acción / reacción). Y no siempre de la mejor manera, y menos de la manera que muchos querrían. Pero no por ello se puede tomar la (re)acción y obviar la jaula.
Roswitha Scholz, centrada en lo económico, argumenta que las posiciones en un campo dado están marcadas por este valor-escisión del que hablábamos. Es decir, en el ámbito laborar, encontramos el trabajo, que genera valor, y aquellas “actividades” ˗ no consideradas trabajo˗ que no lo generan. Por lo tanto, lo que caracteriza como condición necesaria al concepto de valor es la existencia de su opuesto: un no-valor, algo que carezca de ello. Para Roswitha, éste ámbito del valor, asociado a lo masculino, ha adjudicado a los hombres una serie de tareas, actividades y valores; y su escisión, asociada a la mujer y minusvalorada a pesar de ser igualmente necesaria para la producción y la reproducción, ha adjudicado a las mujeres otras tantas. En palabras de Scholz: «todo contenido sensible que no es absorbido en la forma abstracta de valor, a pesar de permanecer como presupuesto de la reproducción social, se delega en la mujer». Aunque hablemos de que las tareas que producen valor se asocian al hombre, es una relación bidireccional en la cual el binarismo de género está siendo constituido por ese mismo reparto de tareas y el reparto de tareas está organizándose en base al binarismo de género que está generando. Siendo así, la valoración superficial de la tarea de los cuidados y la enarbolación de la igualdad ya real, según alguno, de hombres y mujeres solo puede quedar como valoración subjetiva y el acceso de la mujer a otras esferas en principio no femeninas, como cierta cotas de prestigio, carisma o reconocimiento, en algo individual ligado, por un lado, en gran medida a asumir el estatus quo de las relaciones binarias y desiguales (tal y como ocurre en nuestra sociedad capitalista y estatal, en la que la aceptación de sus bases es condición necesaria para escalar posiciones dentro de lo que podríamos llamar un poder simbólico) y, por otro lado, a la pérdida por parte de la mujer del derecho a equivocarse, como si tuviera que sobrecompensar el hecho de ser mujer con el no cometer ningún error, y muchas veces incluso a la pérdida de la vivencia de una sexualidad libre, ya que todo ello será juzgado duramente en su caso y la devolverá a lo que para ellos es el rol de la mujer en todo este cuadro de relaciones: alguien, al fin y al cabo, carente de veracidad.
Por lo tanto, lo que caracteriza como condición necesaria al concepto de valor es la existencia de su opuesto: un no-valor, algo que carezca de ello. Para Roswitha, éste ámbito del valor, asociado a lo masculino, ha adjudicado a los hombres una serie de tareas, actividades y valores; y su escisión, asociada a la mujer y minusvalorada a pesar de ser igualmente necesaria para la producción y la reproducción, ha adjudicado a las mujeres otras tantas. En palabras de Scholz: «todo contenido sensible que no es absorbido en la forma abstracta de valor, a pesar de permanecer como presupuesto de la reproducción social, se delega en la mujer». Aunque hablemos de que las tareas que producen valor se asocian al hombre, es una relación bidireccional en la cual el binarismo de género está siendo constituido por ese mismo reparto de tareas y el reparto de tareas está organizándose en base al binarismo de género que está generando. Siendo así, la valoración superficial de la tarea de los cuidados y la enarbolación de la igualdad ya real, según alguno, de hombres y mujeres solo puede quedar como valoración subjetiva y el acceso de la mujer a otras esferas en principio no femeninas, como cierta cotas de prestigio, carisma o reconocimiento, en algo individual ligado, por un lado, en gran medida a asumir el estatus quo de las relaciones binarias y desiguales (tal y como ocurre en nuestra sociedad capitalista y estatal, en la que la aceptación de sus bases es condición necesaria para escalar posiciones dentro de lo que podríamos llamar un poder simbólico) y, por otro lado, a la pérdida por parte de la mujer del derecho a equivocarse, como si tuviera que sobrecompensar el hecho de ser mujer con el no cometer ningún error, y muchas veces incluso a la pérdida de la vivencia de una sexualidad libre, ya que todo ello será juzgado duramente en su caso y la devolverá a lo que para ellos es el rol de la mujer en todo este cuadro de relaciones: alguien, al fin y al cabo, carente de veracidad.
Mientras el valor entendido de esta manera (individualmente y ligado a relaciones de poder) sea piedra angular, será necesaria la existencia de un no-valor, y mientras éste siga existiendo, se vinculará a lo femenino. ¿Y por qué es ésto así? No porque todos los hombres sean muy valorados en nuestro movimiento y ninguna mujer lo sea, aunque pueda estar tentado el lector a simplificarlo en este sentido, sino porque la mínima acción (incluso una simple afirmación: “Me lo estoy trabajando”) hará que valoremos al hombre y la mínima acción hará que condenemos a la mujer: solo porque uno es hombre, solo porque la otra es mujer.
La toma de decisiones, incluso de forma asamblearia, es un espacio público más donde la mujer es constantemente silenciada e infantilizada por no ser partícipe de aquello que tiene valor, siendo relegada con suerte a la sección que específicamente le concierne (“feminismo”, “mujer” o “género”). De nuevo, en El papel de la mujer en los grupos autónomos de la transición, encontramos testimonios clarificadores: «El grupo en teoría no era jerárquico, pero había gente que tenía más prestigio y estos siempre eran hombres; eran los que siempre hacían las propuestas. […] A ese nivel no había ni discusión, daban por hecho que los tíos tomaban las grandes decisiones y las tías hacían las grandes coordinaciones» (pp. 150-159). ¿Ejemplos más actuales quizá? ¿Nunca habéis presenciado que le dijeran a una compañera en una asamblea que se fuera y/o se tranquilizara porque estaba “demasiado nerviosa”, deslegitimando todo lo que estaba diciendo ella, mientras hombres discutían a gritos sin que nadie cuestionara el contenido de su discurso? ¿Nunca habéis presenciado cómo se desprestigiaba la opinión de una compañera aludiendo a su vida personal, haciendo referencia a con quién se acuesta o se quiere acostar o con quién ya no se acuesta? ¿Nunca habéis visto jornadas enteras de colectivos mixtos en las que solo hablan los hombres? ¿Le seguimos echando la culpa a las compañeras “porque ellas no se proponen para dar charlas” o empezamos a asumir que, si no se propone ninguna, habrá algún problema de fondo? ¿Nunca habéis visto a compañeros apoyar a una compañera que está viviendo violencia machista en el plano privado pero callarse cuando se hace público y se empieza a comentar hechos de la vida personal de ésta? No han cambiado los hechos de él, pero cualquier “prueba” contra ella hace que los primeros sean automáticamente olvidados y se torne la situación contra ella. No, nunca se habla con ambas partes para mediar, nunca se llega a la conclusión de que “los dos son malos”; no, se habla con ambas partes porque cualquier indicio contra ella (y el término judicial no puede ser más acertado en este caso) nos mantiene en la cómoda situación de desigualdad a la que estamos acostumbrados. Como decíamos, cualquier hecho de la mujer fuera de la imagen estereotipada de la “mujer víctima”, o criticable aunque no tenga nada que ver con la agresión, es igual a la pérdida de veracidad: muchas veces parece que cuando se trata una agresión en colectivo es lo que se busca, y si se busca se encuentra porque no somos santas (como ninguno de vosotros) ni queremos.
Pretender un cambio, una revolución, o al menos la destrucción de toda autoridad mientras mantenemos opresiones dentro de nuestros espacios, nos seguirá condenando a las mujeres a un eterno retorno de lo mismo. Por eso hablamos. Aunque muchos por esto sólo miren nuestro dedo y obvien, interesadamente, la propia luna.